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El viajero del Cosmos

Carl Sagan ha sido uno de los más perspicaces científicos que advirtieron las ventajas de divulgar el conocimiento que generaban sus colegas.

Ahora mismo, un par de viajeros siderales, diseñados por nuestra especie, se alejan de nuestro vecindario cósmico, en una travesía que comenzó hace 27 años. Se trata de mensajeros sensiblemente distintos al que tenía en mente Galileo cuando utilizó una expresión parecida para titular la obra donde consignó las observaciones y descubrimientos que realizó gracias a un sencillo y un tanto rudimentario telescopio, pero que se mostró como un eficaz antecesor de los ingenios que actualmente coronan Monte Palomar o la Sierra de San Pedro Mártir.

Esos emisarios son las naves Voyager, lanzadas espalda con espalda entre el 20 de agosto y el 5 de septiembre de 1977. Su misión era ampliar la exploración de Júpiter y Saturno, aunque continuaron su viaje hasta llegar a Urano y Neptuno, a donde arribaron en 1986 y 1989, respectivamente.

Antes de ellos, las naves Pioneer 10 y 11 habían cubierto una travesía similar, aportando valiosa información sobre los gigantes gaseosos de nuestro Sistema Solar. En ambas misiones hay un nombre en común: el de Carl Sagan.

Asombro y escepticismo

«Somos el camino para que el Cosmos se conozca a sí mismo [We are a way for the Cosmos to know itself]», expresó Carl Sagan en el capítulo inicial de la serie televisiva Cosmos, con la que el astrofísico alcanzó la celebridad, pero, sobre todo, consiguió que la ciencia se volviera un poco más cercana y comprensible para el gran público.

A través del programa, Sagan, quien hubiera cumplido 80 años en este mes de noviembre, acercó al público televidente muchas de las más significativas aportaciones de la ciencia.

En su labor, tuvo la gran virtud de volver asequible el denso conocimiento generado por matemáticos, físicos, astrónomos, químicos, biólogos moleculares y un sinfín de especialistas. Entendió que la ciencia debe divulgarse para convertirla en un bien social, que permita la comprensión de la naturaleza.

Carl Sagan se ubica en un selecto grupo de investigadores, entre los que se encuentran Stephen Jay Gould y Richard Dawkins, que supieron comunicar la ciencia, destacando la importancia que tiene para comprender mejor nuestro lugar en el Universo.

En El mundo y sus demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad, Sagan relata un par de fragmentos de su infancia. En el primero, transcurrido en 1939, durante el otoño, cuando Europa ya se encontraba en guerra, refiere cómo su madre lo cuestionó sobre los alcances de la imaginación.

Sucede que el pequeño Carl se abismaba en la contemplación de la bahía de Nueva York, mientras su madre deslizó un comentario sobre los hombres que luchaban al otro lado del Atlántico. “Los veo”, exclamó el futuro astrónomo. “No, no los puedes ver. Están demasiado lejos”, respondió tajante la mujer. La lección para Sagan se sintetiza en el siguiente cuestionamiento, consignado en el libro: “¿Cómo se puede saber cuando alguien solo imagina?”.

La segunda historia tiene que ver directamente con la ciencia. Fue a raíz de una visita que los Sagan hicieron a la Feria Mundial de Nueva York, celebrada en ese 1939. Ahí, el inquieto Carl pudo apreciar la transformación del sonido en “una bella onda sinusoide en la pantalla del osciloscopio”. En otro experimento, pudo escuchar la luz, luego de que un flash iluminara una fotocelda.

La experiencia fue decisiva: “Mis padres no eran científicos. No sabían casi nada de ciencia. Pero, al introducirme simultáneamente en el escepticismo y lo asombroso, me enseñaron los dos modos de pensamiento difícilmente compaginables que son la base del método científico”, escribió muchos años después.

La conquista del espacio y la serie Cosmos

A través de sus libros, y particularmente de Cosmos, Sagan nos ayudó a maravillarnos del universo que nos rodea y del que formamos parte. Luego de estudiar astronomía en la Universidad de Chicago, y de haber tomado numerosos cursos con célebres científicos, se incorporó a la prestigiosa Universidad de Harvard.

Para ese entonces ya hacía sus primeras incursiones en la televisión, medio que aprovechó de forma contumaz, hasta convertirlo en una poderosa herramienta de divulgación científica.

Esa presencia mediática no cayó del todo bien en Harvard, que entonces era de un talante más conservador. La gota que derramó el vaso fueron las especulaciones de Sagan en torno a la posibilidad de que hubiera vida en otros planetas, y que incluso existieran civilizaciones desarrolladas.

De Harvard pasó a la Universidad de Cornell, donde fue director adjunto del Centro de Radiofísica e Investigación; también se hizo cargo de la cátedra David Duncan de Astronomía y Ciencias del Espacio.

El asombro por el espacio exterior lo había llevado a colaborar con el proyecto Apolo; más tarde gestionó que las sondas Pioneer 10 y 11 llevaran imágenes de un hombre y una mujer, así como referencias de nuestro sitio en el espacio, en caso de que ambas naves hicieran contacto con seres extraterrestres, capaces de descifrar el mensaje.

Pero Sagan fue más allá. En las naves Voyager que mencionamos al inicio de este artículo, se envió un disco de oro, titulado Sonidos de la Tierra, que incluye saludos en 55 lenguas. También hay grabaciones de diferentes géneros musicales, así como audios de cosas tan disímbolas como volcanes, latidos del corazón, canto de pájaros, el despegue de un cohete Saturno V y señales en código Morse.

El paquete lo completa una singular selección musical. Como dato curioso, de nuestro país se incluyó la canción “El cascabel”, con Lorenzo Barcelata y el Mariachi México, o quizás deberíamos decir el Mariachi Cósmico.

La asiduidad de Sagan en la pantalla chica estadounidense, y sobre todo en programas tan populares como el de Johnny Carson, lo llevaron a desarrollar la idea de una serie de divulgación científica, siguiendo la ruta de El ascenso del hombre, de Jacob Bronowski, que había alcanzado buenas cuotas de audiencia.

Fue así como salió al aire la serie Cosmos, que marcó un hito en la masificación del conocimiento científico, dando pauta a la producción de programas similares.

En esta suerte de cruzada, Sagan también buscaba contrarrestar los nocivos efectos de la pseudociencia, ese conocimiento que se reviste de una pátina extraída de las disciplinas científicas, para especular sobre asuntos puramente triviales, pero que esconden poderosos intereses económicos.

 

El peligro del efecto invernadero

La febril imaginación de los narradores de ciencia ficción hizo ver, durante un tiempo, a Marte y a Venus como dos planetas hospitalarios con la vida.

Las enigmáticas nubes que cubren a Venus fueron como un velo que ocultaba un exuberante paraíso, quizás con una temperatura un poco elevada, pero idóneo para el florecimiento de especies que quizás no eran muy distintas a las que pululaban en nuestro planeta. Más de un científico también creyó en esa posibilidad, que esbozaban los escritores.

Sin embargo, el envío de sondas espaciales echó abajo las especulaciones de la literatura y de la incipiente exobiología. Venus era algo más parecido a la idea que tenemos del infierno.

Bajo las capas de nubes había un planeta desolado. Y esa aridez se había ido gestando por el efecto invernadero que propiciaba la cobertura nubosa, puntualmente estudiada por Sagan, quien extrapoló el cataclismo venusino a lo que poco a poco se ha ido gestando en nuestro planeta, desde que consumimos masivamente combustibles de origen fósil: nuestro propio efecto invernadero, motor del cambio climático que ya es una realidad.

En diferentes oportunidades, advirtió sobre los peligros que estábamos corriendo si seguíamos en la ruta del consumismo sin freno, que ya afectaba seriamente a la naturaleza. Parte de su legado ha sido una profunda toma de conciencia de la opinión pública y de quienes asumen las decisiones en materia de políticas públicas.

Por Yassir Zárate Méndez

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